Desde los tiempos de Roma, supimos por Vitrubio que la arquitectura tenía tres pilares básicos —veritas, firmitas, utilitas—, que no eran otros diferentes al arte y la técnica que nos habían enseñado en el colegio, sumándoles la función: si la obra es una escuela, una fábrica o una prisión... Sin embargo, podríamos decir que siempre uno de los tres sobresalió por encima de los otros, evitando que la arquitectura jamás estuviera en equilibrio. “Lejos”, como escribió Sanford Kwinter.
Podríamos sugerir, sin ser muy osados, que en un primer momento lo que primó en la arquitectura fue la belleza (veritas). Ahí podemos encajar la producción griega y romana, el Renacimiento, el barroco y tantos otros movimientos y corrientes estilísticas —digamos, para ponerles un nombre— premodernas. Durante ese tiempo, tanto la firmeza como la utilidad estuvieron subyugadas al arte. Las columnas del Erecteón (un antiguo templo griego en la Acrópolis ateniense), por ejemplo, no lo son en el sentido estricto de cumplir su tarea estructural: son más, quieren decir más, significan más. Sostener el entablamento era tal vez lo de menos. Y lo mismo ocurría con la utilidad: que el edificio sirviera como templo en realidad no era la prioridad; las proporciones del espacio no correspondían al usuario, fuera este humano o deidad (¿cómo saber cuánto medía Atenea o Poseidón o el mismo Erecteo?), sino a una impecable proporción entre la planta y la fachada que solo buscaba encontrar la armonía y el equilibrio ideal, estéticamente hablando.
Al largo reinado de la belleza le llegó utilitas, en un giro que se gestó por cuenta de la Revolución Industrial cuando las ciudades se llenaron de trabajadores empleados por las nuevas fábricas. Lo que imperó entonces fue todo lo práctico, lo rápido, lo repetible, tanto así que los adalides de lo que se llamó el movimiento moderno sentenciaron que en la arquitectura “la forma sigue a la función”. Lo importante era la utilidad, en efecto, que el edificio sirviera para lo que fue hecho, que fuera eficiente. El producto estético, digamos el arte, pasó a un segundo plano: una fábrica no tenía que ser bella para erigirse; bastaba con ser fábrica. Y lo mismo ocurrió con la técnica, que se consideró únicamente en la medida en que sirviera a la función. Por eso, Le Corbusier —quizás el arquitecto más celebrado de ese cambio de paradigma— vivió fascinado con el automóvil, el avión y el trasatlántico como los ejemplares perfectos a imitar por los edificios y la ciudad...
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