"Amaos los unos a los otros,
comprendeos los unos a los otros,
uníos los unos a los otros"
Juan XXIII
Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote, trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de la Santa Sede. En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas le valieron el nombre de "Papa bueno". Juan Pablo II lo beatificó el ańo 2000 y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre.
Ángelo Giuseppe Roncalli asimiló en su ambiente familiar los rasgos fundamentales de su personalidad. “Las pocas cosas que he aprendido de vosotros en casa —escribió a sus padres— son aún las más valiosas e importantes, y sostienen y dan vida y calor a las muchas cosas que he aprendido después”. Cuanto más avanzaba en la vida y en la santidad, tanto más conquistaba a todos con su sabia sencillez.
Angelo Roncalli llevaba en sí, como todo hombre grande, una sorprendente carga de paradojas. Vivía la existencia a raudales y amaba a hombres y cosas con una intensidad desbordada, siendo, a la par, constante lector del Kempis y meditador asiduo de su propia muerte, de la que habló infinitas veces, viéndola venir con una paz augusta y con un carińo casi franciscano.
Tuvo por lema la obediencia y la paz, amó la suavidad, las virtudes pasivas, las obras de misericordia; y, con el mismo arranque, desde la estampa de su primera misa hasta su encíclica cumbre y todo su aire al conducirse por la existencia, su vida entera ha sido un himno a la libertad y una defensa de los derechos de la persona humana contra toda clase de abusos autoritarios.
Era un hombre con sentido del humor. Era un hombre capaz de amistad. Era un hombre con ojos abiertos hacia lo bueno de cada hombre y lo salvable de cada sistema. Era un hombre cargado de sentido común. Sobre tal plataforma humana, ideal para un gobernante y más para un pastor de almas, se asentó una vida de fe, cuyas fuentes, rigurosamente evangélicas, fueron las bienaventuranzas y las obras de misericordia.